lunes, 21 de noviembre de 2011

Mrs. Manuela Walker





Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar



Hacía algo mas de dos horas que estaba sentada inmóvil en la silla mecedora, con el cuerpo casi pegado a la ventana. La cortina estaba corrida y por el vidrio podía percibir la tarde que había comenzado a oscurecer. Hacia la derecha, un largo cerco de tamariscos separaba el frente de la casa de lo que supo ser, más de 10 años atrás, el cuadro donde se sembraban papas, tierra donde se veían aún los surcos de la última arada, cubierta por pastos amarillos, secos y desprolijos. Entre este cerco y la casa, largas varas secas de frambuesas, que esperaban la primavera para ofrecer sus pequeñas hojas verdes y más tarde el milagro de sus frutas rojas en el desierto.

Frente a la ventana y a unos 20 metros hacia el norte, un viejo sauce mimbre movía su extensa cabellera al ritmo del viento que, habiendo soplado fuerte todo el día, ahora con la proximidad de la noche, tendía a disminuir su enojo. Atado firmemente a su tronco, un perro enorme de raza indefinida, hundía su cabeza entre sus patas delanteras simulando dormir. Y detrás del sauce, la laguna seca y el potrero de los capones, cuya superficie pisoteada por miles de pezuñas y pastoreada por años en exceso, entregaba al aire en los días de fuerte viento del oeste, nubes grandes y espesas de polvo que no permitían ver el faldeo de la meseta.

Si alguien pudiera observarla en esos momentos, le resultaría imposible saber que pensamientos pasaban por su cabeza. La cara, expresión frecuente de los diversos estados de ánimo de mucha gente, en su caso era infranqueable.  El pelo gris veteado de canas muy blancas, se recogía en un rodete que lo estiraba hacia atrás, manteniéndolo fijo y haciendo más evidente aún, los ojos oscuros e inquisidores y la nariz prominente; todo en el marco de una cara achatada pero redonda y pequeña, a diferencia del rostro común de su raza que sabía ser ancha. La piel cetrina parecía una máscara. El vestido negro de cuello alto, mangas largas y puños de color violeta oscuro que acompañaban a cada mano sobre los apoyabrazos de la silla, le prestaba cierto parecido con la Reina Victoria de Inglaterra. En sus pies usaba medias de lana gruesa tejida y alpargatas. 

La sala era espaciosa, de paredes empapeladas de color marrón claro. Sobre uno de los laterales una reproducción enmarcada de una cacería de zorros en la campiña inglesa. Sobre el otro lateral el reloj de pie y al centro una mesa y seis sillas de roble oscuro y pana azul. Ella ahora estaba sentada en una de dos sillas mecedoras que enfrentaban el ventanal amplio hacia el este.

Con largos intervalos, imprimía un pequeño movimiento a la silla y solo se levantó cuando el reloj de la sala a sus espaldas, hizo sonar ocho campanadas.

Había nacido en las cercanías de Cholila, en la toldería de su tribu, hacia fines del siglo XIX. Su padre, cacique tehuelche, murió al caer de su caballo cuando ella no tenía más de 10 años. Vivió luego bajo la protección de su hermano mayor y de un tío. Algunos años más tarde se fue a vivir con la esposa de un colono boer de Colonia Sarmiento. Allí aprendió algunas palabras en inglés y los rudimentos de una cocina extraña. Pero en el otoño del año siguiente se escapó y volvió, en el carro de un árabe mercachifle, al valle del Chalía y al toldo con su madre.

Allí conoció a William Walker, joven inglés que había colonizado tierras al sureste del lago Buenos Aires. Walker buscaba comprar hacienda ovina y por ello permaneció en la zona por largos días. Visitó frecuentemente la toldería de los Quilchamal y aunque siempre en silencio, intercambiaba miradas con Manuela. Finalmente habrá podido hablar, mezclando el negocio de la hacienda con una propuesta matrimonial, porque luego su tío le preguntó a ella si aceptaba.

Se carnearon varias yeguas y los jóvenes varones de la tribu bailaron por largas horas. A la mañana siguiente temprano, con dos pilcheros a tiro y echando las ovejas por delante, lentamente se dirigieron al sur.

Walker quiso hacer las cosas bien. Al verano siguiente bajaron a Puerto Deseado e inscribió su matrimonio en el Registro Civil. Algo más tarde un pastor luterano itinerante, los casó ante el Dios de los cristianos.

Su escaso vocabulario en inglés se amplió y luego de dos meses en Inglaterra junto a su marido - un año en que la lana se había vendido a buen precio - logró hablarlo tan bien que puede decirse que sus lenguas eran este y el tehuelche.

Walker se murió en la década del 40, sin dejar hijos y su viuda se hizo cargo de la administración del campo. 

El viaje a Europa le había impresionado y por ello frecuentaba Buenos Aires, donde pasó, por muchos años y en un hotel céntrico, algunos meses de cada invierno. Uno de estos inviernos decidió hacer un viaje al Oriente y paseó su silenciosa figura por Tokio y la India.

A fin de la década del 50 llegué una tarde a su estancia, cerca del Bajo Caracoles; allí fuimos convidados con té, pan casero y mermelada de ruibarbo. Dos pruebas del terrible proceso de desertificación de la Patagonia retengo en mi memoria de esta visita.  En el potrero que menciono al principio y cerca de la tranquera de entrada a la zona de la casa y los corrales, unos enormes arbustos de calafate se erguían en el aire a más de un metro de altura, sostenidos por sus raíces, como monstruos con varias patas largas y  retorcidas. El viento había erosionado el suelo por debajo de cada matorral.

El otro fenómeno fue el de las varillas (“piquetes”, en el castellano de la surpatagonia) del alambrado que se cruzaba con la tranquera. Estas estaban notoriamente adelgazadas, como si un ebanista las hubiera lijado prolijamente; pero en realidad era el viento y la arena, que día tras día ejercía su acción sobre la madera.

Manuela murió en 1960. Fue enterrada por sus vecinos y a su pedido, sobre una suave lomada, detrás de la casa en que vivió.

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