martes, 29 de noviembre de 2011

Pasajeros

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar


A mediados del siglo pasado, en las décadas del 40 al 70,  y mientras el precio internacional de la lana fue bueno, los grandes desiertos patagónicos estaban, para estándares de la región, bien poblados. Muchos de los propietarios de campos vivían en sus estancias con sus familias y, generalmente, con varios peones. A su vez algunos de estos tenían familias y vivían en el campo con su esposa y sus hijos.



Pero además de esta población estable, había una regular cantidad de personas nómades, que no vivían en ningún lado en forma permanente y, por el contrario, ambulaban de estancia en estancia, trabajando “por día”.



Estos “pasajeros”, como comúnmente se les decía, eran de a caballo. Aunque también había quienes circulaban a pie, la mayoría tenía un par de caballos y algunos hasta una pequeña tropilla.



Sobre el que montaban, un apero consistente en bastos y un cojinillo hecho de cuero de oveja con abundante lana. De la montura suele colgar un lazo, una pava y una pequeña bolsa con el mate y la bombilla, algo de yerba y un recipiente con sal.



El otro animal era el “pilchero”. Llevaba las “pilchas”; es decir, ropa y una lona y otro cojinillo, que junto al que se incluía con el apero, servía para dormir a campo raso. Probablemente un poncho, un poco más de alimento y una olla pequeña.  Todo atado sobre el espinazo y las ancas del animal.



Si el caballo era muy manso, el “pilchero” venía suelto detrás del montado. De no ser así, se lo traía atado con un cabestro. De haber una tropilla, generalmente había una yegua madrina que anunciaba su paso con la campana que le colgaba del cogote.



La restante compañía eran los perros cuyo número, nunca menos de dos, podría llegar hasta cuatro. De razas, colores y tamaños sumamente variados, estaban entrenados en el trabajo con ovejas.



Vestían bombachas y alpargatas. Con tientos sobre el “pilchero”, sabía venir atado un par de botas de cuero. “Bajaban” muy de vez en cuando al pueblo: toda su ropa la compraban a los “mercachifles”, comerciantes que deambulaban también de estancia en estancia, con un carro o un viejo automotor, vendiendo ropa, perfumes, cuchillos y otros enseres de primera necesidad.



Llegaban a la estancia y pedían permiso para pasar la noche. A veces el pedido era por más de un día, pues tenían que “lavar ropa”. Este permiso nunca era negado y en Doraike había una pieza, al lado de la caballeriza, que era la “pieza de los pasajeros”. En la pieza había dos catres, sobre los cuales se tiraban sendos cueros de oveja con lana. Había también una mesa, dos sillas y sobre la mesa, una palangana enlozada para, se suponía, tareas de higienización.



Otras veces la llegada era acompañada con pedidos de trabajo. En las épocas de esquila, señalada, esquila de ojos, baño, arreo, doma o yerra, las estancias necesitaban con frecuencia más mano de obra que la que ocupaban normalmente durante el resto del año y los “pasajeros” eran la forma en que se flexibilizaba la nómina para atender a estas tareas.



Los “pasajeros” eran personajes especiales. De carácter poco gregario, generalmente “mal llevados”, a los escasos días de estar en un mismo lugar, mostraban interés de volver a la huella. Eran personas que les resultaba imposible permanecer en un lugar por demasiado tiempo. Podían ser pendencieros, afectos a la bebida, reacios a aceptar órdenes y horarios o, simplemente, amantes de la pampa y de las soledades.



Había también los que eran categorizados como locos. Me acuerdo de una oportunidad en que el “pasajero” había comido en la cocina junto con los peones de la estancia, con quienes había conversado normalmente; luego se había encerrado en la pieza a dormir. Durante la noche, varios se despertaron con las fuertes voces que desde allí se escucharon; estas voces “transmitían” desde la cabina de un barco, avisando de la llegada de marineros y soldados alemanes a la costa atlántica. A la mañana siguiente compartió unos amargos con la peonada, ensilló un tordillo lindo que tenía, cargó el pilchero y con un ceremonial “muchas gracias” y un silbido a los perros, emprendió nuevamente su marcha.



Me acuerdo también del caso de una persona que inicialmente no levantó resquemores, pero que a la tardecita y cuando se lo llamó a la cena, apareció con un peligroso facón en la mano, amenazando con “volcarle las tripas a todos”. La peonada se encerró en la cocina y uno del grupo, sin ser visto, se dirigió hacia la “casa grande”. Allí estábamos por cenar y mi padre, entregándole a mamá un rifle cargado y recomendando mantener las puertas trancadas, subió a una camioneta e hizo las tres leguas hasta una estancia vecina desde donde por radio, se comunicó con la policía del pueblo. Dos o tres horas más tarde llegaron un sargento y dos milicos, quienes lograron reducir al amenazador, colocarle una camisa de fuerza y llevarlo al pueblo. No se lo que pasó después, pero no me imagino nada bueno: en esa época el Gobierno Territorial no tenía infraestructura para salud mental.



Pero en otros casos las visitas eran esperadas. Y en Doraike para la época de la esquila, llegaba siempre Andrés Willams, hijo de un inglés y una tehuelche, de la tribu que sabía asentarse en la región de Cóndor Cliff, sobre el tramo superior del río Santa Cruz. Era siempre bienvenido y nos tratábamos con alguna familiaridad. Pero luego de diez, o quince, días de trabajo, solicitaba que “…se le liquidara las cuentas”. Traía su tropilla del potrero, ensillaba y lentamente, caballos por delante y perros por atrás, subía el faldeo para desaparecer sobre el filo de la meseta.




No hay comentarios:

Publicar un comentario