lunes, 2 de mayo de 2011

Jacinto Esquilador

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

Esquila de ovejas



Jacinto Yancomil llegó por primera vez a la Provincia de Santa Cruz cuando recién la gente comenzaba a acostumbrarse a llamarla así, luego de años de hablar del Territorio. Me acuerdo de todo esto porque Jacinto había aprendido a trabajar en los campos de lo que llamaba, tanto él como todos nosotros, la provincia. Y la provincia era en Patagonia, la provincia de Buenos Aires; para horror de mis parientes cordobeses y de los habitantes de las otras viejas y orgullosas provincias argentinas, 
Jacinto nació al sur de Bahía Blanca, donde Buenos Aires se estira para tocar las orillas del río Negro. Desde que tuvo edad de montar hizo tareas con ovejas y se destacó como hábil arreador, esquilador y carnicero.
Por razones que no conozco, emigró hacia el sur y formó una familia en Río Negro. El padre de su compañera tenía una pequeña propiedad sobre el arroyo Valcheta, con algo menos de 1.000 cabezas de ganado. Desde su llegada a la zona, trabajó con el suegro, pero no era esto suficiente para alimentar a los tres hijos que llegaron a su hogar. Luego de largos cabildeos con su esposa, decidieron que debía buscar ingresos extras para atenuar los difíciles y exigentes inviernos de la Línea Sur[1].
Lo invitaron a integrar una cuadrilla de esquiladores que se formó en la isla de Choele Choel y hacia fines de Noviembre de 1961, subido a un incómodo camión, se puso en marcha hacia el sur.
Desde que las grandes majadas se formaron en Tierra del Fuego, Santa Cruz y Chubut, hacia fines del siglo XIX e inicios del XX, la mayoría de las personas que se encargaron de las tareas de quitar la lana de la espalda de las ovejas, provenían de Chile. Pero durante la década de 1950 aparecieron, cada vez más, cuadrillas de esquiladores argentinos provenientes de una amplia zona delimitada por las poblaciones de Carmen de Patagones y Viedma, Río Colorado, Choele Choel y Valcheta; área que a su vez, concentraba los mayores piños de ovejas de la Norpatagonia.
Para esta época se conformó entre varios propietarios de campos a ambas orillas del río Santa Cruz, una cooperativa, cuyo objeto fue la de contratar en forma conjunta a quienes se encargarían de la esquila. Entre otras figuraban las estancias “El Toro”, “Chicurukaike”, “La Vega”, propiedad de un nieto del Comandante Luís Piedrabuena, y “Doraike”. Se estableció una secuencia y el camión, con Jacinto y sus compañeros arriba, se trasladaba de establecimiento en establecimiento.
Me acuerdo cuando arribaban, generalmente por la tarde, con un gran ruido que anunciaba su llegada por el camino del faldeo, El ruido lo provocaba el viejo motor del camión y algún perro, que desde la caja de carga contestaba a otros que ladraban bienvenidas. A mi me entusiasmaba esta época de trabajo intenso en el campo. Rompía la monotonía del pasar de los días y me daba la sensación de cumplir un papel importante en el esquema laboral de la estancia. 
Coincidía toda esta febril actividad con mis vacaciones de verano, pues volvía desde Córdoba antes de Navidad y no iniciaba un nuevo período hasta entrado en Marzo.
A la mañana siguiente a la llegada de la cuadrilla, ya había que levantarse más temprano. Con solo unos mates amargos en el estómago llegaba a los corrales. 
A esa hora, minutos antes de las 6, comenzaba el ruido. Desde las cercanías al galpón podía escucharse el balar de mil o mil quinientas ovejas, arribadas desde la meseta la tarde anterior, el ladrido de los perros y el toser de un viejo motor de esquila, que ya había sido puesto en marcha. Adentro del gran galpón la conversación de un conjunto de personas que con sueño en la cara, se preparaban para iniciar una jornada dura. Jacinto se colocaba un pantalón amplio sobre el que traía puesto; este le permitía evitar que la grasa de la lana de los animales le impregnara el que estaba usando. 
Con esta indumentaria se colocaba en su puesto: uno de una fila de ocho, que bajo un largo eje de transmisión conectado con el motor diesel, proporcionaba la fuerza mecánica que les movía las tijeras.
A las seis en punto comenzaba el movimiento; los esquiladores con gritos y silbidos apuraban a sus compañeros para ocupar los demás puestos de trabajo: los velloneros, que levantaban la lana recién desprendida del animal y que sobre la mesa de envellonar, la envolvían sobre si misma y armaban una bola compacta; y los prenseros, que introducían los vellones en la prensa, para de allí, cada hora, sacar un fardo de cerca de 200 kgs., cubierto de arpillera y atado con un muy tensado alambre acerado.
Si alguien pudiera ver el galpón desde los cielos, desde un helicóptero por ejemplo, podría creer ver una fábrica transformadora de materia prima, en donde ingresan por el portón trasero, azuzados por hombres y perros gritando y ladrando respectivamente, una gran cantidad de ovejas cubiertas de lana. Por las pequeñas puertas del costado, salen estas, pero flacas y desnudas y por la puerta grande del frente, los fardos, numerados y con el nombre de la estancia impregnada en la arpillera que los cubre.
A las ocho y cuarto quien cuida del funcionamiento del motor y mantiene afiladas las tijeras, golpea una campana con una gran llave inglesa. El motor para de toser y el eje que provee de movimiento a las tijeras se inmoviliza. Jacinto se incorpora y sujeta con sus manos su dolorida cintura que ha estado doblada sobre ovejas desde hace dos horas. Con un cigarrillo recién prendido en la boca y junto con el resto de la gente, se encamina hacia la cocina. 
Le espera quien es el personaje principal de la cuadrilla: el cocinero. Allí, mate cocido, café con leche y té, aparecen en grandes pavas; sobre la mesa se amontonan montañas de pan, mermeladas, churrascos, que se desprenden de una gran plancha a medida que son pedidos, y carne fría, sobrante de la cena de la noche anterior.
A las nueve se inicia el segundo “cuarto”. Vuelve a oírse los mismos ruidos, siempre con el ritmo marcado por el pistoneo del motor. En este lapso, como en el anterior y en los que vendrán, Jacinto y sus compañeros esquilan. Agachados sobre los animales, corren las tijeras por el lomo, quitan la lana de la panza, recorren las cuatro patas y con cuidado la retiran de la cabeza. Terminado, empujan el vellón al centro del pasillo, largan el animal por la pequeña puerta a sus espaldas y se incorporan para buscar el siguiente. La paga es por animal esquilado y si se pierde tiempo, disminuye el dinero para llevar de vuelta a casa.
Cuando termina el cuarto, hay asado o puchero o algún guiso carrero y luego descanso, para empezar a las dos de la tarde y hasta las 4 y cuarto. Este es el único momento en que el cocinero se llega hasta el galpón, con una inmensa pava negra llena de té azucarado y una canasta con bollos de harina, huevo y si está de buen humor, pasas de uva. Cuando el reloj indica las 5 de la tarde, todo empieza de nuevo: el último “cuarto”, hasta las 7 y 15.
Y allí termina el día. Los cuerpos sudorosos, las espaldas doloridas de estar encorvadas hora tras hora, los músculos de brazos y piernas acalambrados de tantos esfuerzos. Lentamente todos se alejan del galpón, rumbo a las barracas; allí, mientras unos se lavan y cambian de ropa, otros forman grupos en ambas materas, para conversar despacio, mientras un mate grande avanza por la ronda.
Durante las tardes lindas, algunos aprovechaban la luz del día que en el sur se prolonga hasta la hora de la cena para jugar con una vieja pelota con tientos, en una pequeña explanada frente al galpón,
A Jacinto, cuya pierna rota por una caída de un caballo le impedía jugar, le gustaba mirar y de vez en cuando gritar alguna chanza a quienes corrían delante de él. A mi me interesaba acompañarlo, apoyado en el alambrado, para que me describiera como cazaba chanchos jabalíes en Choele Choel y como eran los grandes cóndores, en la cima de la meseta de Somuncura, por detrás de los nacimientos del río Valcheta. Una tarde me mostró una foto, en donde sonreían sus tres niños junto a la cara triste de su esposa.
Cuando fue esquilada la última oveja y los últimos vellones fueron enfardados y mi padre repasó con el capataz los números que prolijamente había anotaba día a día en una pequeña libreta, la cuadrilla preparó su partida. Jacinto y sus compañeros volvieron a subir al camión y, a 10 días de su llegada, ascendieron por el faldeo para desaparecer de nuestra vista. 
Al fin del verano volví a la ciudad y a mis libros. Y al año siguiente, cuando el ruido del viejo camión anunciaba el reinicio del ciclo, miré al grupo que llegaba, para no encontrar la cara aindiada de Jacinto.
El capataz me comentó que lo esperó hasta el último día, pero que hasta que salieron de Río Negro, no había recibido noticias suyas.



[1] Franja que se extiende en forma paralela al límite entre las Provincias de Río Negro y del Chubut, desde la orilla del mar hasta las cercanías de San Carlos de Bariloche.

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